Nos hemos acostumbrado a arder poco y a hacerlo mal,
a presumir de pericardio ignífugo y a tolerar más el ardor de estómago que los vuelcos.
Y mírate, con la piel enrojecida de estar todo el día al sol.
Estás hecha de material inflamable,
¿No lo ves?
Estás hecha de sangre caliente,
de colores cálidos y de ganas de jugar con fuego.
Estás hecha para quemarte y arder, y arder, y arder;
para curarte después, dejarte lamer, y volver,
dejando a la altura del betún a cualquier fénix que resurja de sus cenizas.
Somos carbono y el carbono prende.
Y aunque nosotras aprendamos a no provocar incendios hay combustiones espontáneas que no se pueden evitar.